domingo, 18 de septiembre de 2011

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Quizá la mayor facultad que tiene nuestra mente sea la capacidad de sobrellevar el dolor. El pensamiento nos enseña las cuatro puertas de la mente, por las que cada uno pasa según sus necesidades.
La primera puerta es la puerta del sueño. El sueño nos ofrece un refugio del mundo y de todo su dolor. El sueño marca el paso del tiempo y nos proporciona distancia de las cosas que nos han echo daño. Cuando una persona resulta herida, suele perder el conocimiento. Y cuando alguien recibe una noticia traumática, suele desvanecerse o desmayarse. Así es como la mente se protege del dolor: pasando por la primera puerta.
La segunda es la puerta del olvido. Algunas heridas son demasiado profundas para curarse, o para curarse deprisa. Además, muchos recuerdos son dolorosos, y no hay curación posible. El dicho de que "el tiempo todo lo cura" es falso. El tiempo cura la mayoría de las heridas. El resto están escondidas detrás de esa puerta.
La tercera es la puerta de la locura. A veces, la mente recibe un golpe tan brutal que se esconde en la demencia. Puede parecer que eso no sea beneficioso, pero lo es. A veces, la realidad es solo dolor, y para huir de ese dolor, la mente tiene que abandonar la realidad.
La última puerta es de la muerte. El último recurso. Después de morir, nada puede hacernos daño, o eso nos han enseñado.
Después de que me abandonaran, me adentré en mi habitación y dormí. El cuerpo me lo exigía, y mi mente utilizó la primera puerta para aliviar el dolor que me abrazaba. La herida quedó cubierta hasta que llegara el momento de la curación. Era un mecanismo de defensa: una buena parte de mi mente dejó de funcionar. Se apagó, por así decirlo.
Mientras mi mente dormía, gran parte de los detalles dolorosos del día anterior se escondieron detrás de la segunda puerta. Pero no del todo. No olvidé lo que había pasado, sin embargo el recuerdo quedó amortiguado, como si lo viera a través de una tupida gasa. Si hubiera querido, habría podido recordar su cara, la cara con ojos grises. Pero no quería recordar. Empujé esos pensamientos y dejé que acumularan polvo en un rincón de mi mente que utilizaba poco.
Soñé. No con sangre, ojos vidriosos y su olor, sino con cosas más agradables. Y poco a poco, la herida dejó de dolerme...